El amor y yo

El amor y yo

octubre 9, 2023 1 Por Sebastian Perilla
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Se supone que tengo que terminar un artículo en el que llevo algunos días
trabajando, pero hoy no me apetece escribir sobre eso. Si puedo, mañana o pasado mañana sacaré el tiempo para continuarlo, ojalá en un espacio tranquilo, alejado de las distracciones que a menudo me dificultan la labor de escribir cuando estoy en mi casa. Incluso ahora me está costando trabajo concentrarme, pero en parte eso se debe a que aún no le profeso el suficiente compromiso a la literatura. Prometo que eso cambiará.


El tema que hoy me compete no es ese, sin embargo. Ya habrá ocasión para tratar mis inseguridades como aspirante a escritor. En cambio, lo que quiero dejar plasmado en estas letras es el resultado de un ejercicio retrospectivo en el que me he embarcado desde hace casi una semana, que como la persona sentimental y algo cursilera que soy claro que tiene que ver con el romance. O más bien, claro que tiene que ver con el desamor y la melancolía que usualmente han acompañado mis experiencias en este campo.


De entrada, me gustaría dejar clara cuál es mi posición frente al amor, el amor romántico, ese sentimiento por el que se vive y se muere en todas partes del mundo. Mi posición, sí, porque si algo he aprendido es que hasta para hablar de cosas tan subjetivas como los sentimientos se necesita algo, lo que sea, una hipótesis si se quiere, que dote de algún sentido a esas reacciones químicas que sacuden nuestro
interior, a veces para desgracia nuestra.


Aun a riesgo de transparentar mis prejuicios, primero voy a dar una interpretación metafísica. Yo creo que el amor es una suerte de edulcorante que brinda una excusa para buscar al otro y salirse un rato de uno mismo; de por sí, pareciese que la vida estuviese orientada hacia la otredad, hacia el extraño, hacia
el no yo, por lo que el amor no es el único mecanismo por el que se «trasciende», por decirlo de alguna manera un tanto mística. Pero ciertamente el amor es esa fuerza, ese último clavo, que asegura que nuestra mirada no se desvíe por los caminos donde no hay alteridad —si es que una cosa de esas es posible, si es que existe un lugar donde no resida el otro—.


Por supuesto, como acabo de decir, esto es solo una interpretación algo romántica a lo que también podría denominarse, reviviendo la controvertida terminología darwiniana, un principio activo de reproducción. Puede que al amor tan solo sea un estado mental por el que la especie asegura su supervivencia. Pero ¿acaso el deseo no hace lo mismo? ¿No hay gente que puede separar una cosa de
la otra y mantener relaciones sexuales casi por deporte, sin implicarse con amores de por medio? Si el motivo tras la existencia del amor fuera solamente ese, la perpetuación de la humanidad, bastaría con el deseo. Pero no es el caso. Hay algo que se nos escapa.


Y a son de hoy yo no sé qué es ese algo. Si lo supiera, es probable que no estuviese escribiendo este texto en primer lugar, pues ese conocimiento ya habría resuelto el motivo de mis confusiones, y no soy tan benévolo —quiero pensar que soy artista— como para ir anunciando verdades como esa porque sí. A menos que me lo pidan, y eso que no siempre, no soy guía ni maestro de nadie. Que cada quien
saque sus propias conclusiones.


Sin embargo, creo en que el amor, sea lo que sea, y con independencia de lo que lo diferencie del deseo y otros sentimientos similares, está compuesto por un elemento racional y otro irracional. Entiendo por racional todo aquello que es susceptible de explicación (una atracción, un gusto, una preferencia) y por irracional el verdadero sustrato del que se alimentan esas explicaciones, la No razón real, que se resiste a dejarse ver. Siempre me ha parecido curioso cómo a lo largo del tiempo varios pensadores han apuntado a la idea de que el desconocimiento de las razones para amar es un indicio inequívoco de la presencia del amor. El filósofo esloveno Slavoj Žižek, por ejemplo, ha mencionado sobre esta aparente paradoja que cuando amamos a alguien basándonos en razones específicas, lo que en realidad estamos tratando de hacer es cosificar a la persona, volverla un recurso para satisfacer nuestras necesidades o deseos. En otras palabras, racionalizar el amor es instrumentalizarlo, supeditarlo a la lógica de la utilidad. Otro célebre ejemplo es Jean-Paul Sartre, que en medio de su reclamo por la responsabilidad del hombre frente a su destino afirmó que «el amor es una ilusión, y en su sombra, las razones son inútiles», con lo que ponía fuera del dominio de las explicaciones esa cosa tan enigmática, ese sentimiento tan hondo que sin embargo alcanza a deletrearse en escasas cuatro letras. Por su parte, una cita del escritor Fernando Pessoa es más rotunda todavía: «nunca amamos a nadie: amamos, sólo, la idea que tenemos de
alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos».


He llegado a sentir atracción por gente que con solo mirarme me robaba el aliento, pero creo que hasta ahora solo me he enamorado dos veces en la vida, y no estoy seguro de una de ellas. La primera fue de una muchacha que conocí en un club de lectura. Tenía el cabello negro, lo llevaba un poco más abajo de la altura de los hombros, tez blanca y recuerdo que sus rasgos faciales me evocaron cierta ternura. Me quedé maravillado nada más la escuché hablar. Narraba con vivacidad su experiencia leyendo Lolita, de Vladimir Nabokov, una novela que la había conmovido profundamente hasta el punto de tener que pausar su lectura para no sentirse desbordada por el malestar. Frente a ella, desde un asiento lateral, yo la
miraba discreto, furtivo, conmovido también por esa muestra de sensibilidad y por las formas tan resueltas con las que se expresaba. No sabía yo en ese momento que acababa de conocer a una persona con la que tendría una hermosa amistad, mediada por el cine, la literatura y el deseo mutuo de convivir, aunque accidentada por sentimientos no correspondidos o recíprocos a medias.

De la segunda, de la que dudo, solo tengo una apariencia, una sombra, una sospecha. Compartía con la primera el color de cabello, negro y lacio, recogido a veces por un moño oscuro. Al pensarla, lo que más recuerdo es su sonrisa, que le daba un aire encantador e inocente a su semblante, como si en ese gesto se burlara de lo grave de la vida. No pude comprobarlo en persona, pero según me dijeron tenía una costumbre casi compulsiva por versificar, una obsesión por codificar el mundo en el lenguaje del poema, lo que la hacía llevar una libretita y un lápiz a todas partes, en caso de que se presentara una «emergencia poética», como llegó a decirme una vez. Creo que todavía recuerdo un verso suyo: «romper la noche en partes tan pequeñas / que lo único que quede / sea el sabor de vértigo». Algo así era.


Aunque me da algo de pudor confesarlo, debo admitir que nuestra interacción jamás pasó de un saludo, de unas cuantas palabras sobre algún tema irrelevante, y luego silencio. Demasiado silencio. Y sin embargo, no necesité más para pensar que me gustaba, o más bien, para saber que la distancia entre mi corazón y ella podía atravesarse fácilmente caminando sin fatiga. Lo cual me recuerda algo. Los
japoneses, pese a ser tan lacónicos en la expresión —o talvez precisamente gracias eso—, tienen palabras para casi todo, como para la luz que se filtra a través del follaje de los árboles (komorebi) o el placer de rodearse de libros que no vamos a leer (tsundoku). Una de ellas, que más que una palabra son tres, me parece que funciona muy bien para describir mi situación con la poeta irredenta: Koi no Yokan.
«La sensación que se tiene, al conocer a una persona, de que te vas a enamorar irremediablemente de ella».


Con ambas tuve esa sensación, de entrada y sin reparo, solo que con la primera sí se cumplió la profecía y en el caso de la segunda se quedó en potencia. Del mismo modo, en ambas pude verme reflejado en lo profundo de sus acciones, borroso y distante como un eco. Todos mis demás intentos o incursiones en el amor se han visto frustrados, creo, por lo que dijo Pessoa, porque no terminaba de encontrar en el otro ese concepto mío, porque no terminaba de reconocerme en el desconocido que me amaba. ¿Narcisismo? ¿Falso sentido de superioridad talvez?


A lo mejor es verdad, pero escribo bajo la sospecha de que se trata de algo diferente.
Recuerdo muy bien cuando quise leerle un poema a una persona con la que estaba coqueteando en ese momento y su respuesta fue simple pero terminante: «¿y eso para qué sirve?». ¡Qué pregunta tan profunda, tan colmada de espíritu científico! Y sin embargo qué solo me hizo sentir. No era capaz de comprender lo que yo pretendía al leerle ese poema, lo que eso significaba, y tal fue su desconcierto que
simplemente pensó que buscaba cortejarla, sin sospechar que el verdadero cortejo yacía en la sensibilidad con que me abría hacia ella. La cita terminó poco después de ese incidente. De alguna manera, ese día el camino a casa fue más solitario que de costumbre.


Episodios como ese me hacen recodar todas las ocasiones en que buscando acercarme al otro terminaba chocándome contra una pared impenetrable, cuyos ladrillos se parecían a los que yo usaba para edificar mi propio muro contra los demás, y así ambos acabábamos excluidos. Y es que, aunque en apariencia
concordáramos en algunas cosas, y su compañía me llenara de sosiego por un espacio que en ocasiones se extendía por semanas, del otro lado siempre había un extraño, un desconocido, un completo otro al que yo miraba desde lejos.


Pero eso es contradictorio. ¿Acaso no dije que, para mí, el amor consiste en una suerte de edulcorante que brinda una excusa para buscar al otro y salirse un rato de uno mismo? Ah, pues sí, pero me guardé una claridad importante: cuando se trata de amor, el otro nunca puede ser un completo otro. Tiene que existir algún punto de semejanza, de identidad, de yo mismo, que sea lo suficientemente fuerte
como para que lo otro y lo propio se encuentren; de lo contrario, esa supuesta compañía se convierte en la peor manera de soledad. Y para mí —puede que para ti también, lector— pocas cosas hay peores que sentirse solo pese a estar acompañado.


En fin, dejémonos de palabrería metafísica e intentos de clasificación, no porque no me guste —amo hablar de cosas inútiles—, sino porque mi propósito se está perdiendo. No busco definir qué es el amor, en parte porque no lo sé, y además porque la definición que puedo dar ahora sería un poco deprimente. No. Solo necesitaba interpretarlo para darle un sentido a mi experiencia en eso que Nietzsche
denominó «más allá del bien y el mal».


En todo caso, sea porque no se encontraron en mí como yo lo hice en ustedes, o porque acaso lo hicieron y no les agradó lo que miraron, les agradezco a las dos por enseñarme, por dejarme ver, aunque solo haya sido por una pequeña fracción de eternidad, que existe la manera de escapar de mí mismo. Racional o construida, esa era la confirmación que esta pobre alma buscaba. Por su parte, no se
sorprendan si algún día me cruzan por la calle y las comienza a invadir una rara sensación de familiaridad. No es ningún misterio: son los fragmentos de sí mismas que quedaron instalados en mi otredad para siempre.


Para todos los demás, los verdaderos otros, sé que a lo mejor este escrito se antojara una excusa para no responder mensajes o justificar actitudes prepotentes. No se preocupen: de corazón les confirmo que están en todo lo correcto. Y al mismo tiempo no podrían estar más equivocados.


Jhoan Sebastian Perilla Trejos

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