Hablemos de responsabilidad individual y colectiva sobre la violencia sexual

Hablemos de responsabilidad individual y colectiva sobre la violencia sexual

abril 15, 2023 0 Por Daniela Padilla
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Violencia de género y violencia sexual son en sí mismos dos conceptos que al leerlos ya nos remueve algo. No sólo por la frecuencia en que se presentan en nuestro territorio, sino también porque sabemos que de alguna manera tenemos responsabilidad frente a las causas y consecuencias de estos hechos. Tal vez la palabra responsabilidad a este punto tan temprano del texto te rechine, y es entendible, esto es porque de forma equivocada relacionamos la responsabilidad con la culpa, y nadie en su sano juicio quiere sentirse culpable por situaciones violentas, que en el mejor de los casos permite que la víctima continúe viva para contarlo y en el aún mejor de los casos, que le crean.

Para hablar de violencia sexual hacia la mujer hay que hablar de violencia de género, empezando por los roles y estereotipos de género. Aquí cabe resaltar que el hecho de que el enfoque del presente artículo sea el género femenino, no es de ninguna manera un intento de invisibilizar o restar importancia a las agresiones que se dan sobre otras identidades. De hecho, el tener que aclarar esto de forma explícita ya nos da una idea de por qué es necesario todavía hablar de género.

La percepción del género se vincula con los ejercicios de poder a partir de la permisión o el rechazo social hacia ciertas actitudes y realidades, excluyendo a quien se salga de esta moldura. El lugar ocupado por cada sexo influye en las dinámicas públicas y privadas, perpetuándose a través de las mismas y siendo determinado por la estructura ideológica en la cual se edifica. Es así como se vuelve una pieza clave en el papel individual y colectivo de cada persona, convirtiendo los actos mínimos, las actividades cotidianas, en expresiones de poder. (Quintana, 2016, págs. 7-8)

Según los roles de género establecidos por el sistema predominante en occidente, bajo un discurso natural, de preservación de la especie, y la acumulación de riqueza material como fin principal, se ha esperado que el hombre se desenvuelva en lo público, que sea proveedor, fuerte y quien decida; de la mujer se ha esperado que se desarrolle en lo privado, que sea madre, delicada y que se someta, al hombre. Este afán por diferenciar ambos géneros y asignarles comportamientos y labores específicas han concluido en rechazo familiar y social hacia cualquier persona que se salga de la norma. Generando así los primeros indicios de violencia de género.

En relación a los resultados de las luchas feministas, de luchas por nuevas masculinidades, y los estudios sobre los impactos psicológicos y emocionales de la imposición de los roles de género, la afectación que tiene sobre los hombres es cada vez más evidente. La carga social que se les impone desde tempranas edades de reprimir sus emociones, de negarse cualquier expresión considerada femenina -natural- de dolor, compasión, empatía, miedo o suavidad, termina por crearle desconexión con sus emociones y el correspondiente vacío que no sanará hasta que no haga el ejercicio de deconstrucción necesario, que le permita observar el panorama desde un punto de vista más amplio e inspirar a otros a que se cuestionen sus propios comportamientos machistas.

En general, que los varones no expresen sus sentimientos se percibe como algo intrascendente, como un problema netamente personal y subjetivo que incumbe solo a quien lo padece. (Martínez, 2013). De esta manera esta dificultad aparece como un problema de segundo orden del sistema patriarcal, ignorando las repercusiones sociales que este fenómeno tiene al ser el origen de una seria de problemas de mayor envergadura. (Pizarro, 2018)

Bajo el sistema imperante, las emociones como la violencia, la agresión, la fuerza, la ira, se han considerado legítimas para ser expresadas por un hombre. De ahí que la expresión de cualquier otra emoción se manifieste normalmente mediante estas últimas, más agresivas. De acuerdo con Bergman (2011), los varones funcionarían como una “olla a presión que estalla violentamente cuando hay situaciones detonantes de todos los sentimientos que no han podido ser comunicados”. (pág. 15). Esto es un problema que no solo tiene consecuencias a nivel personal, psicológico, sino que también trasciende a las dinámicas sociales.

El riesgo de violencia en el que vive la mujer en una sociedad que la castiga si se sale del molde de mujer “pura”, delicada, meramente emocional, que se calla, y es sumisa, es inminente. La agresión en la mayoría de los casos surge de forma inconsciente y aparentemente inocente, pero que al no darnos cuenta de cuándo estamos ejerciendo estas expresiones, no sólo estamos perpetuando sino también siendo cómplices de las máximas expresiones de violencia, como las agresiones sexuales o feminicidios. Me permito ampliar esta afirmación en los siguientes párrafos.

Según el paradigma en el cual la “función” principal de la mujer es ser esposa, madre, y llevar la mayor responsabilidad del cuidado del hogar, sin importar que trabaje o no, desde niñas diversas fuentes nos dan el mensaje de que debemos comportarnos de manera dócil y pasiva para agradar, para encajar. Crecimos aprendiendo que cuando lo hacíamos éramos aplaudidas y cuando nos resistíamos, castigadas con rechazo y comentarios sexistas, agresión en todo caso. Si bien como humanidad hemos dado pasos hacia la deconstrucción del molde que se ha impuesto a la mujer, todavía hay tareas pendientes, y el indicador principal es la sentencia mental y el correspondiente juicio automático que se hace sobre la mujer que no se viste, habla, y actúa como se espera que lo haga.

En el estatuto de la mercancía, explica Irigaray, la mujer queda dividida en dos cuerpos irreconciliables: el cuerpo natural con su función reproductora, por ejemplo, la madre que daría cuenta del valor de uso. Y el cuerpo socialmente valioso e intercambiable, ese cuerpo expresión de las necesidades-deseos de los hombres: la mujer virgen, quien representa ese elemento inaccesible, enigmático, objeto de fetichización, dando cuenta del valor de cambio (2009, p.130).

Basta con prestar atención a expresiones como “a quién se lo habrá dado para alcanzar ese puesto” restando mérito a las habilidades intelectuales, cosificándola sexualmente; “mujer fácil” o “mujer que ha perdido su valor” si decide disfrutar de su sexualidad libremente, o como “ella se lo buscó”, “quién la manda a vestirse así” o “qué habrá hecho para provocarlo” cuando se trata de agresiones físicas o sexuales. La lista de comentarios de este tipo es lastimosamente interminable. Como anécdota personal, aún recuerdo cómo dos compañeros de la universidad bromeaban con el “por eso es que las matan” y “por eso es que terminan en una cañada”, cuando alguna de las compañeras decía o hacía algo que no encajaba con ese molde de mujer que no alza la voz, que se guarda la rabia, que se somete, que cede constantemente. A este punto estoy segura que todos hemos presenciado, incluso replicado pensamientos o comentarios machistas, que terminan por alimentar la idea de que la mujer se debe al hombre, justificando al agresor en cualquier situación de violencia de género o sexual, incluso en los feminicidios disfrazados de “crímenes pasionales” o “muertes por amor”. Sin palabras.

Históricamente se ha percibido a la mujer como posesión del hombre, y aunque es verdad que nos hemos liberado en gran medida de esa idea, de esa presión familiar y social, vemos todavía cómo residuos de ese paradigma se extienden hasta nuestros días con consecuencias lamentables. Al tener esta consideración en el inconsciente colectivo, se piensa que la mujer se expresa, se mueve y se viste para agradar o provocar al hombre, que su cuerpo sólo tiene valor en la medida en que se relaciona con éste. Razón por la cual se sienten en libertad para juzgar, acosar o violentar. Si el sujeto tiene en su cabeza que la mujer existe para someterse, para callar, y además que es objeto para su satisfacción corporal, no dudará en agredir o abusar sexualmente. Con ello dando el mensaje no sólo a la víctima, sino a las demás mujeres de: “tu cuerpo me pertenece”.

“¿De quién fue la culpa?” Es una pregunta que suele hacerse en los casos de violencia sexual. Todavía se cuestiona si la culpa fue de ella por andar a esas horas en la calle, por “provocar con su forma de vestir”, por permitir el ingreso de un conocido o amigo a su casa, por haber bebido alcohol, por no haber hecho algo en el momento, o por “no haberse defendido”. Al final no importa, cuando no se ha hecho el ejercicio de tener empatía, de comprender el dolor y la tristeza que genera el abuso sobre la víctima, y de cuestionarse por qué se justifica al agresor, se seguirán encontrando razones para decir que ella se lo buscó o para tratar de desacreditar el testimonio.

Es debido a lo anterior que muchas mujeres prefieren no hablar, se guardan lo sucedido por años, porque ¿por qué voluntariamente se van a arriesgar a hablar y a someterse a todo ese escarnio?, a que cuestionen su presente, su pasado, su familia, su existencia. Tener que rogar porque le crean, porque no se convierta en una noticia amarillista que usan los medios para atraer audiencia. Porque basta con poner atención a cómo este tipo de noticias no son tomadas con la seriedad y el debido respeto por la víctima. Termina revictimizando con los títulos que sugieren “descuido” por parte de la persona abusada, y los comentarios indolentes que no se hacen esperar, culpando a la víctima con argumentos con los que parecemos estar bastante cómodos al no debatir tales posturas en el momento en que son lanzados. Mientras la noticia es un tema de entretenimiento, de burlas y reproches, la persona que vivió la agresión sólo puede desear que se trate de una pesadilla, de un sueño cruel del cual despertará algún día.

Pese a que es evidente que la culpa en caso de violencia sexual es del agresor por el hecho de actuar sin consentimiento, centrarnos sólo en la culpa y en el castigo hacia el agresor (que evidentemente es necesario para ejemplarizar) nos distrae de las causas estructurales de la violencia machista, que como he indicado antes, tiene relación con lo que se perpetúa de generación en generación cuando los educadores no se han cuestionado sus creencias, el origen de las mismas y los efectos a nivel personal y social. En todo caso, una cosmovisión que impone roles marcados, que ejerce agresiones pasivas o directas cuando no se cumplen con esos mandatos, siendo en este contexto la expresión e identidad femenina la más agraviada.

Aunque a veces parezca que cuando damos dos pasos hacia la compasión y el respeto a todo ser humano, retrocedemos uno hacia ignorar la realidad de abuso que se vive a diario. Pese a ello, es importante tener presente que el silencio es cómplice y por lo tanto no es más una opción. Romper el silencio puede ser difícil por las razones mencionadas en párrafos anteriores, sin embargo, es preciso dar visibilidad a este tipo de hechos. El silencio favorece a los abusadores, pues, si de antemano saben que sus víctimas no van a decir nada por vergüenza o miedo a que no les crean, no van a dudar en seguir haciéndolo con otras víctimas.

Así pues, somos nosotros desde nuestras individualidades y desde empezar a tocar estos temas en público, a dialogarlos en los círculos sociales, quienes tenemos la capacidad de modificar los paradigmas imperantes. Es mediante nuestra razón y nuestro cuestionamiento que podemos generar cambios paulatinos y tangibles. Es hora de dejar de pensar que el sistema es algo aparte y que no hay de otra que someternos a éste, cuando en realidad hemos sido nosotros quienes, al no cuestionarnos el orden establecido, hemos reproducido valores y formas de percibir la realidad que no sirven para el avance hacia una existencia más humana. Cambiar la perspectiva a veces puede costar, pues no se nos enseñó a pensar por nosotros mismos, sin embargo, es posible y la única vía de transformación real.

Cruel, inhumano, son palabras que se quedan cortas al intentar expresar la frustración e impotencia que por empatía siento por las mujeres que han sido abusadas, y por las que ya no están. Si estoy plenamente segura de algo, es que la experiencia humana es hermosa y merece ser vivida sin miedo.

Bibliografía

Bergman, Olivia (2011) «¡El Machismo Mata! Promoviendo una Masculinidad Libre de Violencia». Independent Study Project (ISP) Collection. Paper 1040.

Irigaray, L. (2009). Ese sexo que no es uno. Ediciones Akal: Madrid.

Martínez, C. (2013). Masculinidad hegemónica y expresividad emocional de hombres jóvenes. J. Ramírez, & J. Cervantes. Los hombres en México. Verdades 107 recorridas y por andar. Una mirada a los estudios de género de los hombres, las masculinidades, 177-199.

Pizarro, A. M. (2018). Masculinidad y emociones. El caso de jóvenes estudiantes del liceo de aplicación. Santiago de Chile.

Quintana, L. I. (2016). Estereotipos de género, entre la modernidad y la arcaicidad. La pantalla insomne.

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